Juan Carlos "Cacho" Miranda
Por Yanina Scherger
El término
Karma, en sánscrito, remite a una especie de energía que recae en la ley de
causa y efecto;”de acuerdo a lo que hicimos en vidas pasadas, tenemos que
recibir el efecto de las causas que en ellas generamos” dice Cachito con
frecuencia. De esa manera aprendió a justificar cada una de sus decisiones; quizá en su afán de necesitar,
por él mismo, en cada rumbo que emprende, en cada cosa distinta que hace,
subyace su gran experiencia como un escudo al que nada ni nadie podrá atravesar
jamás: EL GRAN cambio de su vida.
“Ese lugar en
la mesa es de él” repite la ex mujer, quien convive con él hace veinticinco
años pero que lleva dos de “amiga bajo el mismo techo”, pues ya no son pareja.”
Yo me siento siempre a su derecha. El resto de los lugares son para los
invitados, así que siéntense donde quieran”. De todos modos, no quedan más de
dos sillas para ocupar alrededor de la mesa, que además de pequeña era
circular. La abertura que daba a la cocina dejaba ver azulejos blancos
prolijamente decorados con frutos rojos o algo así. La luz, al contrario de la
del comedor donde estábamos esperando al entrevistado, pues el único foco que
descendía del techo por un cable de no más de veinte centímetros, también era
blanca y parecía que encandilaba a la señora cuando sacaba la torta hecha con
harina integral, pues ella era vegetariana.”Le dije a Cacho que me compre una
tulipa para tapar un poco esta luz; ¿a vos te lo compró? a mí tampoco” se
quejaba.
El hombre en
cuestión apareció en el umbral del pasillo que da a una puertita de chapa al
fondo que conduce al patio de la casa. Gorra de lana y bufanda combinaban en
tono púrpura. Buzo gris, pantalones de algodón: también color gris. En sus
zapatillas deportivas a medio usar, se podía ver restos de tierra húmeda. En su
boca, la mitad esbozaba una sonrisa y la otra mitad de sus labios saludaba y
explicaba que había estado en el patio esperando que la chinchilla que tienen
por mascota se dignara a hacer sus necesidades. Luego se limpió el calzado
sobre una alfombrita de yute y se sentó en su silla. “Ah! Antes que nada, voy a
poner música de fondo” dijo parándose de un salto “esto lo hice yo, con ayuda
de los ángeles”. La presencia de los seres ancestrales no podía evadirse: en
las cuatro paredes del lugar de encuentro, pintadas de un color amarillo
apagado había ilustraciones de distintos santos, santas, querubines, maestros y
hasta Jesús y María. Era como estar en un santuario donde también los espíritus
celestes pegados a la pared del fondo custodiaban una Gibson Les Paul Custom
del año sesenta y cinco junto a un órgano celosamente tapado por una tela color
(también) púrpura, parecida a la pana.
Juan Carlos Miranda es un hombre muy conocido
en su ciudad, no sólo porque día a día(exceptuando los domingos)sale a la calle
a vender sahumerios, cd´s y libros referidos al Hare Krishna, sino también por
ser un referente de la música local a lo largo de los últimos cuarenta años. En
el presente toca la guitarra en un grupo llamado “Electrisound”, pero a los
dieciocho años incursionó con bandas que tocaban música comercial con “Los
armónicos”, después con “Los satánicos”. “Era un nombre con mala energía, pero
no sabía lo que hacía: era muy joven” razonaba Cacho. Y así nos adentrabamos en
Su historia.
Lo que se debe hacer
Juan Carlos
recorría en su mente el trayecto que tomaría para llegar esa mañana al trabajo.
En vez de agarrar la calle Paso, como se había levantado quince minutos más
tarde de lo habitual, bajaría por Brown. Tenía veinte minutos de caminata no
tan ligera, o quince de apurada. Sus compañeros de la Caja de Ahorro de de Punta Alta trataban de convencerlo, casi
todos los días, de que se comprara un auto. Pero era inútil. Miranda era un
convencido de que manejando la gente se hace mucha mala sangre y que eso afectaba
a su salud. Por eso nunca manejó más que su vieja bicicleta, la cual sólo
utilizaba los sábados después de almorzar para ir a pescar a Arroyo Pareja o a
Villa del Mar.
Mientras se
afeitaba en el baño, mirándose al espejo colgado de la pared azulejada de
verde, “Cachito” se encontró otra cana. Era la quinta en los últimos diez
meses. De estatura mediana, rostro lánguido, pelo castaño oscuro y ojos
pequeños y celestes, lo que menos le preocupaba a Miranda era si le seguían
apareciendo pelos blancos en su corta cabellera, de corte muy bien
confeccionado por su peluquero, a quien acudía el primer sábado de cada mes. Suena
el teléfono desde el comedor. Nadie atiende. Su esposa se había ido a
Corrientes la semana pasada a visitar a su hermana. El teléfono suena otra vez.
Cacho no atiende. Sabía que a esa hora el único que lo podía llegar a llamar
era su mejor amigo. Orellano, del otro lado del tubo, intenta una y otra vez.
Pero nadie le contesta. Hombre de gran estatura, pelo teñido de negro, bigotes
tupidos y también teñidos, lo único que le quedaba grabado en la mente a cada
persona que lo conocía eran sus grandes ojos color ébano, que contrastaban con
su piel blanca. A pesar de su metro ochenta y nueve de estatura, su espalda
ancha y su voz gruesa, llevaba una mirada como de animé en su rostro. La gente
nunca se olvidaba de ese rasgo particular.
Amigo de la
infancia. Suboficial Naval militar retirado. Por razones familiares, se había
ido a vivir a Estados Unidos hacía tres meses. También era por razones familiares
que se lo había querido llevar a Juan Carlos a vivir con él y su familia, pues
lo quería como el hermano que nunca tuvo. Fue hijo único de padres abogados. Cuando
Julio Orellano tenía ocho años jugaba con su primo en la casa de su tía María
Esther. Ella fue quien le había dado la terrible noticia. En un viaje de
trabajo que hicieron a La Pampa, el automóvil que conducía su padre, por
razones que nunca se supieron, volcó en la ruta. Su madre, que dormía a lo
largo del asiento trasero, salió despedida a causa del impacto por el vidrio de
adelante y falleció en el acto. Su padre murió en la ambulancia, cuando era
trasladado al hospital más cercano. Desde entonces, se aferró a Miranda, su
compañero de escuela; de aventuras y su gran amigo de la infancia. Pero Cacho
no quiso viajar con él al país norteamericano. Estaba cómodo con su puesto de
encargado de la caja de crédito del banco. Allí, después de finalizada su labor
diaria, le cedían una sala donde podía ensayar junto a otros tres compañeros de
trabajo en la banda que estaban conformando.
“¿Irme y dejar mi vida así como así? Éste está
loco” dijo en voz alta, mientras se terminaba de acomodar la corbata una y otra
vez, ya que no lo hacía a la perfección como lo lograba su esposa.
En las calles
los canillitas ofrecían a la voz de “iaariooooooo” los periódicos que anunciaban la llegada del
General Charles de Gaulle. “De Gaulle- Perón-Tercera posición”, pregonaban los
ciudadanos en las calles por donde pasaba el presidente francés, en la ciudad
de Buenos Aires.
Un viernes más en el banco.
La primera decisión
Como todos
los fines de semana Cacho preparaba sus herramientas para ir a pescar. En el
trayecto que había tomado para ir a la playa más cercana, finalizando la calle
Libertad, frenó repentinamente de la bicicleta y apoyó su pie derecho sobre el
cordón de la vereda. Se le había venido a la cabeza un par de notas para su
guitarra. Pero no eran normales, eran magníficas. Mentalmente, la melodía se le
representaba en gráfica y sonido. Se asombró tanto de esa revelación musical,
que se sintió obligado a bajar y caminar con la mochila a cuestas hacia el mar
llevando el rodado al lado. Al rayo del sol de octubre, ya se podía anticipar
el caluroso verano del sesentaicuatro. Miranda, caña en mano, seguía armando la
secuencia musical que se le reveló en el camino. Una hora después, algo le
tiraba de la tanza que se escondía en el agua, que empezaba a estar “picada”.
Saca una merluza. Tiró el pez al balde. Con la mirada puesta en el animal, no
podía salir de su fascinación. Sobre todo, en la manera tan natural y repentina
en que se le vino todo a la cabeza. Tan natural. Tan natural… como aquel pez
retorciéndose en el balde, que lo hizo volver en sí dándose cuenta que le tenía lástima. Lo
desenganchó del anzuelo y lo revoleó al mar. Una brisa fuerte y fresca que surgía del agua le había
recorrido del cuello hacia la cara. Casi que le obligó a levantar la cabeza.
Mirando al cielo recordó a su padre. “Ha nacido un cachito de cielo” dijo su
padre al nacer Juan Carlos. De ahí su apodo.
Esa noche
Miranda se había preparado la cena más contento que nunca, después de haber
tocado la guitarra durante más de tres horas seguidas. Imaginaba la alegría de
su mujer cuando viera que ya no quería ingerir animales. Aquel pez
desapareciendo en el agua, fue la imagen más bella y, sin saberlo hasta dentro
de muchos años después, la más representativa de su vida.
El rumbo inesperado
Campanadas dominicales: son la diez de la
mañana. Los fieles se congregan en la misa. Orellano al otro lado del teléfono. Juan
Carlos, con el tubo en una mano, y la guitarra en la otra, no sólo atendió con
gusto sino que aceptó enseguida la invitación, reiterada tantas veces, de su
amigo.
Dos días
después, en el aeropuerto, sentado en un banco mientras aguardaba su vuelo, Miranda
imaginaba cómo sería estar en medio de la cultura “de los gringos”. De ellos
siempre le había fascinado su puntualidad. Y, al tener esa característica tan
poco practicada por la mayoría de los argentinos que conocía hasta el momento,
creía que eran también personas de palabra. Pero no dejaba de hacerse larga la espera.
Tres horas más tarde, abordaba el avión que partía hacia el aeropuerto de
Miami. La pesadez y el sueño se le habían convertido en un incesante cosquilleo
mezclado de ansiedad y alegría, no sólo por su destino, sino también porque
independiente se había consagrado Campeón de América. Pensó que quizás esa era
la última noticia que se llevaba de su país. Su intención era quedarse a vivir
el gran sueño americano. Exactamente, lo que quería era seguir incursionando en
la música y adquirir algún que otro instrumento; él sabía que los yankees ofrecían
cantidad y calidad de tecnología en el rubro.
Al llegar al aeroparque, apenas pisó el
cemento estadounidense se presentó ante él un muchacho calvo, de gran estatura,
delgado; vestía traje gris y corbata azul y llevaba puestos unas gafas negras,
que a Cacho no le resultaban conocidas, pues siempre creyó que los
norteamericanos usaban sólo Ray Ban, pero aquellos lentes oscuros eran muy
distintos. “Hey, you” le dijo “el de la guitarra negra” con un acento español
bastante forzado, aún así entendible. Si bien el joven se encontraba a unos
cinco metros de distancia, sabía que el llamado era para él porque era el único
pasajero con una Gibson enfundada, que colgaba del hombro izquierdo. Aquel
instrumento era su eterno amor. Incluso cuando había llamado a su mujer a
Corrientes días atrás, ella le dio a entender que podría irse con él si la
esperaba, pero Juan Carlos no quería demorar más la invitación de su amigo. En
realidad, ambos sabían que ese viaje iba a ser el principio del fin entre los
dos. Pero ninguno lo había puesto en palabras.
Mientras el chico se acercaba, le mostraba en su
mano derecha un libro de tapa gruesa, con colores anaranjados de fondo y
figuras de personas calvas vestidas de naranja rodeadas de flores. Cachito no
prestó atención al título. Le preguntó al hombre qué se le ofrecía y entendía
entre castellano e inglés, que se lo estaba vendiendo” a colaboración”. Sacó de
su bolsillo siete dólares que Miranda mismo se había sorprendido de tenerlos ahí,
pues no recordaba cómo ni cuándo los había dejado allí. En el momento del
intercambio, se dio cuenta que se trataba de un libro religioso. Hare Krishna.
Era curioso que lo haya aceptado, porque era un hombre totalmente escéptico. Se
acercó al costado de la puerta de salida del aeropuerto, como esperando salir
al mundo. Apoyó las maletas en el piso de porcelenato negro, que parecía un
espejo. Como buen caballero, dejó que pasara un grupo de mujeres que parecía
que recién llegaban al paraíso por sus caras de asombro. Una especie de guía
rubia, esbelta, con una gorra azul en la cabeza, les daba la bienvenida y les
recitaba en inglés, una serie de pautas para salir del aeropuerto y arribar al
hotel. Cacho se dignó a abrir aquel libro que aún llevaba en sus manos. En la
primera hoja, escrito con birome, lo único que decía era su nombre: Carlos.
Inmediatamente levantó su equipaje y comenzó a recorrer el aeropuerto buscando
al muchacho que le había vendido el ejemplar religioso. Quería explicaciones.
Pero después de casi una hora de dar vueltas, no obtuvo resultados y se dirigió
a la casa de su amigo.
Un huésped
ingrato
Durante esos
dos meses Orellano trató de todos los modos posibles de “acomodar” legalmente
los papeles de su amigo para que pudiera quedarse a vivir con él en ese país.
Pero en el departamento de documentación de extranjeros no le daban muchas
esperanzas. Era una verdadera pena, porque Miranda ya se había sentido a gusto.
La esposa de su amigo, Raquel Iñíguez, era de esas mujeres que nunca perdían su
calidez. De cara regordeta, estatura pequeña, pelo negro ondulado hasta los
hombros y siempre sonriente, lo esperaba todas las mañanas, desde su llegada,
con un abundante desayuno “a la americana”. Sólo que para el huésped sin tocino
y sin huevo. Al principio, Cacho no se acostumbraba a levantarse alrededor de
las seis y media de la mañana. Pero pasado el primer mes, ya era un argentino
“yankilizado” más. Para ese entonces se había juntado a ensayar varias veces
con un contrabajista conocido de su amigo. Le había enseñado varias técnicas
para tocar con su Gibson. Era un “groso”, decía Cachito, porque sabía tocar
veinte instrumentos y muy bien.
En Mc Lean, el barrio donde residía la familia
Orellano, era común que se conocieran todos los músicos entre sí. Se reunían
todos una vez a la semana en un bar. Caminando por las calles del vecindario,
más de una vez Miranda creyó haberse cruzado a Elizabeth Taylor. En medio de
una charla, desayunando con Raquel, confirmó su sospecha: aquella mujer era la
estrella de cine. Era la dueña de la mansión del frente, que ocupaba más de la
mitad de la cuadra. En ese vecindario era frecuente ver mansiones por doquier.
Una noche, un saxofonista invitó a Juan Carlos
a dar un paseo en su auto, un Ford Fairlane blanco modelo sesenta. Lo llevó a
conocer la calle catorce.”Ten”, “twenty”; se ofrecían las mujeres de melenas
tupidas, labios rojos, vestimenta muy provocativa y tacones altos, muy altos.
Mientras el coche circulaba despacio, Miranda miraba hacia delante, como
buscando el final del bulevar del pecado. Para él, la prostitución era sinónimo
de peligro, aunque un dejo de tristeza sentía por esas mujeres, que se ofrecían
al mercado las veinticuatro horas del día, según su acompañante.
El lugar perfecto
Al pub country ”Jackson Beer” se entraba por una puerta del
estilo lejano oeste. Adentro, era un mundo aparte. Todas las personas llevaban
puesto en la cabeza un sombrero al mejor estilo “cowboy”. Antes de que Cacho
pudiera alcanzar la barra de tragos, una mujer de unos cuarenta años, tez
blanca, ojos marrones y perdidos, le ofreció un cigarrillo de marihuana.”No,
thank you” le dijo él. Cuando finalmente llega, un hombre que se sentaba a su
lado, le convidó cerveza. “Aquí todos son muy amables” pensaba Miranda, que por
momentos creyó estar en el paraíso. Allí se oía música de todo tipo, quien
quería llevaba su instrumento y se podía poner a tocar en cualquier rincón,
donde se le plazca. Era un ambiente increíble. Una mujer de rasgaos africanos
tocaba un bajo, sentada sobre una enorme caja Fender. Pero lo que más le
llamaba la atención a Cacho un piano que situado en una especie de galería
estaba a disposición de quien quisiera tocar. Le sorprendió el comentario del
saxofonista, cuando le dijo que aquel instrumento estaba hacía más de diez años
en el mismo sitio. Al acercarse no le vio ni un rasguño en la madera y se
encontraba muy bien afinado.”Estos yankees son amables, puntuales y
respetuosos… qué los parió…” pensaba. En ese momento, se presentó ante ellos un
tal Lonnie. Negro, esbelto, delgado y con una gran sonrisa; mientras se sentaba
al piano les pidió a los dos que desenfunden sus instrumentos y toquen con él.
Miranda no supo que se trataba de Lonnie Plaxico, el célebre jazzista de la
banda “Jazz Messengers” hasta que una hora después, cuando dejaron la música
para ir por unos tragos y charlar hasta las once de la mañana del día
siguiente.
Feliz, Miranda se bajó del automóvil y entró
al comedor con mucho para contarle a su amigo quien, con ojos tristes, dejó que
Cacho le relatara hasta el último detalle. Extasiado y sediento no podía ver lo
que le expresaba la mirada de Orellano. Cuando tomó el vaso de agua, su amigo
no pudo esperar más, pues no le quedaba mucho tiempo porque ya se cumplían los
dos meses que el gobierno estadounidense le otorga a los extranjeros para
obtener la legalización. Pero a Juan Carlos Miranda no la habían cedido la
tarjeta verde necesaria para circular tranquilo por el país. Además le serviría
para conseguir trabajo; sin esa “green card” nadie empleaba a una persona de
otro país. Sin mencionar ni una palabra, cacho se levantó de la silla, abrazó a
Julio agradeciéndole por todo y se fue a su habitación a preparar las valijas.
Vallemar vs Sahumerios
Cuando Mirande regresó a la argentina, la Caja
de Crédito de Punta Alta pasó a llamarse Banco Vallemar. No le
importaba lo que sus superiores le fueran a decir por su ausencia
injustificada: estaba decidido a renunciar y vivir como deseaba el resto de su
vida, lejos del “sistema”.
Con un conocido, Guillermo Ausili, pusieron un
kiosco. Diez meses le bastaron a Cacho para darse cuenta que no le satisfacía
trabajar de comerciante. Durante un tiempo buscó la posibilidad de ponerse en
contacto con un señor que conocía por una pareja amiga. Le urgía encontrarlo,
quería inmiscuirse en la religión Hare Krishna y ese hombre lo era hacía más de
quince años. Un quince de abril se presentó ante él, en su casa del barrio
Villa Loreto. Desde ese día Miranda también encontró lo que sería su principal
fuente de trabajo hasta hoy en día.
Músico, vegetariano, Are Krishna. Hace
cuarenta años que “Cachito” a través de la venta de sahumerios, cds y libros de
su religión circula de lunes a sábados las calles de Punta Alta. A menudo
alguien le dice “Justo estaba pensando en vos Cacho” cuando se aparece en algún
local, ofreciendo su mercadería. Va recolectando afecto y reconocimiento de la
gente de la ciudad. “Si pensás y hablás: actuás” suele decir él, a modo de
consejo. Quizá por esa razón, a quien le ofrezca un mate, le devuelve esa
anécdota que le hizo cambiar el rumbo de su vida. Quizá en ese afán de revivir
por dentro y por fuera ese bar impregnado de humo, buena música respeto y
diversidad cultural le devuelve la esperanza de que, algún día, volverá.
¡¡Muy Bueno!!
ResponderEliminarno es lo que busco gracias igualmente
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