domingo, 10 de mayo de 2015

Crónicas de la infancia


Los invitamos a leer las producciones del equipo de PeR en base a la narración de sus recuerdos de la niñez, plasmados en anécdotas, vivencias y relatos cargados de emoción y ricos en detalles.







La fiesta del Pueblo: “Vamos todos”
Por María Cristina Gallo


- ¿Viste? El próximo fin de semana está “La Rural”. ¿Vas?- pregunta uno.

- Che, ¿qué día se inaugura “La Rural”? –dice otro.

- ¿Vamos a almorzar a “La Rural” el próximo domingo?- propone alguno.

“La Rural” es la fiesta del pueblo. Cada uno tiene la suya y San Carlos del Bolívar tiene ésa. La llaman “Palermo Chico”.

Es que el predio de la Sociedad Rural se llena de gente con la realización de la “Exposición anual comercial, industrial y ganadera”.

Ya desde unos días antes todo se pone en movimiento. A la ciudad comienzan a llegar los forasteros, generalmente acompañando los animales. En los galpones cerrados comienzan a instalar los stands. En los abiertos los animales, ganado bovino, ovino, porcino y las aves; todos en busca del premio al “Gran campeón”.

El día de la inauguración de la muestra, el intendente, los funcionarios y “los notables” ocupan el palco principal y empiezan los discursos. No olvidar al cura párroco que es el encargado de dar la bendición. En la pista, la policía montada, hace sus demostraciones. Luego viene el desfile de carrozas de época.

Gente por doquier recorre los galpones. Niños asombrados mirando los animales, subiéndose a las cosechadoras y máquinas agrícolas. Los puestos de comida aromatizan insistentemente.

Especial mención merece “la vuelta del perro”. Como si el recorrido estuviera marcado, las personas se cruzan varias veces y se originan comentarios:

-¿Me miró? ¿Viste si me miró?- pregunta una adolescente a su amiga.

-¿Observaste cómo estaba vestida? Qué ridícula- dice una vecina a otra.

El encuentro comienza al mediodía y durará hasta la noche. ¡Bolívar de fiesta!



Castigo deshonroso
Por Claudio Nieva

Teníamos once años cuando se conformó entre los vecinos el “Grupo Comando”. Claudio Tapia -que vivía a dos cuadras- Manuel Aros y yo fuimos los primeros que tomamos la seria decisión de someternos por propia voluntad al sacrificio del entrenamiento profesional.

Con el correr de los días fuimos juntando las “armas”, éstas eran: los famosos “tres tiros” usados como fuegos artificiales, y pirotecnias que nos habían sobrado de las fiestas pasadas. Atábamos cada uno de ellos en una madera que tenía la forma fusil. Manuel, que tenía más actitudes artísticas al cursar la primaria en la escuela de arte N° 3 de Ledesma en Jujuy, fue quien diseñó el logotipo en una placa de rayos X, luego con pintura y un cepillo de dientes imprimió en nuestras camisetas la calavera con un rayo atravesándolo.

Al pasar los meses se incorporaron dos nuevos soldados: José Luis – primo de Claudio Tapia- y Carlos, mi hermano menor.

La selección debía ser siempre exhausta aunque en realidad lo que realmente nos fijábamos era si su compañía congeniaba con nuestra amistad.

Mi hermano ingresó por fuerza mayor, porque si él no salía conmigo yo tampoco saldría. Era una “orden superior” a la de los comandos.

Ese día –motivados por ver una película- decidimos cruzar un paredón que teníamos en frente de la casa de Manuel. Era una prueba más, teníamos que entrenarnos…hasta que llegaron los verdaderos uniformados.

Estuvimos esperando una hora a nuestros padres para que nos retiren del destacamento policial que estaba a la vuelta del muro, el cual trepábamos. Todos los integrantes del grupo no pudimos hablarnos en ese momento, pero estuvo muy claro que los comandos estaban en penitencia y que nuestra institución ya no existía más.


Un paseo en Anfibio 
Por Melisa Ruppel


El día estaba gris, ya entrados en otoño, pero el sol asomaba, pintando la mañana con su energía para lo que restaba de la jornada.

Ya subida toda mi familia al auto, yo en las faldas de mamá, adelante, y mis 5 hermanos chiquitos atrás, mi papá manejando el precioso auto de su jefe, partimos rumbo a la Base Naval Puerto Belgrano de Punta Alta, dispuestos a disfrutar del domingo y de un rico almuerzo, organizado por el Capitán Botto, donde habían muchas familias invitadas con sus pequeños hijos; por suerte teníamos todos casi las mismas edades, no hubo espacio para el aburrimiento. Después del almuerzo, en el cual los mayores conversaban de sus trabajos, los menores nos dedicábamos a jugar y recorrer cada sitio de la base e inventando, los más pequeños, como yo, convertir una simple silla antigua en un refugio, escondite para protegerme de los que venían persiguiéndome en el juego del ladrón - policía.

A la hora del postre, volvíamos a la mesa larga con los mayores para comer lo que más nos gusta a todos, lo dulce, y eso sí que fue para el recuerdo, porque en mi pequeño mundo, no tenía noción de la gente que me rodeaba, si era importante, si no lo era, hasta que me ensucié la boca y mi cara. Le pedí a mamá que me pasara el trapo para limpiarme, pero algo subido de tono fue el pedido.

-Má, ME PASAS EL TRAPOOO???
-Shhh, más bajito Pupi, me dijo Papá.

Nunca entendí por qué se dieron vuelta todos a mirarme. ¿Sería por mi cara sucia o por cómo pedí el repasador?

Llegando al paseo que teníamos previsto, los más valientes, varones más que nada, se animaron a subir al anfibio que en ese tiempo estaba en los galpones, en el puerto de la Base Naval.

Los menores y los adultos que nos acompañaban bajamos del vehículo con una cara de felicidad y alegría por haber estado arriba de ese gigante, que en esa época sólo se veía en películas, y los mayores aún más emocionados por saber que ese tanque fue el desembarco de los soldados en las Islas Malvinas.

Las mujeres y las otras niñas seguían en esa sala grande, viendo cada objeto antiguo que había en el museo, como cañones y armamentos recuperados en las Malvinas, aguardando a sus esposos e hijos para regresar ya por la tarde-noche a sus respectivos hogares.


El Petiso

Por Claudio Bosco

Colonia “El Descanso” es un paraje rural en el este cordobés, consta aún hoy de una cremería, un club social con cancha de bochas y de fútbol y la Escuela Nº3 “Presidente Nicolás Avellaneda”.

Toda mi infancia la pasé en esos lares, mi casa quedaba a unos 5 km y los primeros años de la escuela íbamos con mi hermano a pie. En 4to grado papá nos regaló un pony. Al principio, cuando comenzamos a cabalgar, tenía la maña de que cuando estaba lanzado al galope se detenía en seco, como si se llevara una pared por delante, bajaba el cogote y él o los jinetes caíamos derecho al piso.

Luego de un tiempo le pudimos tomar la mano al petiso y ya no nos tumbaba más, pero nos tenía guardada otra sorpresa.

A la escuela, con mi hermano, ya no íbamos más caminando sino que lo hacíamos a caballo, mejor dicho a petiso, llegábamos al portón de entrada, nos bajábamos y atábamos las 2 riendas en el alambrado.

Grande era nuestra sorpresa al terminar las clases, ya que cuando queríamos volvernos a caballo, éste ya no estaba en su lugar y la única señal del petiso era el freno en el piso (se refregaba la cabeza contra el poste y se lo sacaba).

-¡Mirá, el desgraciado se sacó el freno y se fue! –le decía a Mario.

-Sí, cuando lo agarremos ya va a ver. –enojado contestaba mi hermano.

-Le voy a preguntarle al papi cómo tengo que atarlo. – respondía yo.

Menuda bronca y berrinche nos agarrábamos por tener que volver a pie a casa. Al llegar de regreso, mamá y papá nos estaban esperando con una gran sonrisa y nos hacían bromas por lo que nos sucedía.

-¿Qué les pasó? –preguntaba mamá con una sonrisa.

- El petiso los jodió. –Con una risa a carcajadas nos cargaba papá.

Después, a los años y ya viviendo en Rosario, a menudo nos acordábamos de estas historias con la familia y algunas veces se nos caían las lágrimas por los recuerdos que el petiso nos traía.



Recuerdos que inspiran
Por Graciela Rivero


La señal sonora indica que ya es la hora. De pronto el nivel de ruido crece en forma exponencial y el espacio, delimitado por altos paredones de bloque, sirve de marco a un continuo y vertiginoso tránsito de pasos que, aunque puedan parecer desordenados, tienen muy en claro su destino final. Tanto es así que en menos de lo que dura un suspiro, el movimiento cesa y las voces se acallan. Ya cada uno ha ocupado su lugar, tomado distancia y se mantiene inmóvil en su posición. Cuando la campana vuelve a tañer no se oye ni “el volido de una mosca”. El silencio invade cada rincón y sólo se ve interrumpido por un solemne: “Buenos días, alumnos.”

Los niños responden al saludo y se dirigen a sus correspondientes aulas en fila, acompañados por sus respectivas maestras. Ingresan y esperan parados al lado de sus pupitres hasta que se les dé permiso para sentarse, lo que no ocurrirá hasta que hayan saludado a quien está a cargo, con voz firme y al unísono. No es un día como cualquier otro. Las señoritas de 4to grado de la escuelita de Puerto Rosales han preparado el acto del Día del Maestro y todos los alumnos que se ofrecieron voluntariamente participarán de la puesta en escena, que tendrá lugar en la última hora de la jornada escolar.

El dictado de clases se desarrolla normalmente pero todos los que forman parte de la celebración tienen la cabeza en otra parte. La escenografía fue cuidadosamente estudiada y preparada, cada detalle fue tenido en cuenta, pero todavía falta que los alumnos se maquillen y se cambien. El tiempo, desafiando la ansiedad de los chicos de 4to -ejecutantes del último número-, parece querer detenerse.

-¿Qué hora es señorita?, pregunta un alumno.

-Todavía falta, Ceferino. Hacé las cuentas.

Finalmente, así como de repente, llega la hora de la verdad. Por arte de magia el salón se llena de gente, el escenario acoge la llegada de cada conjunto de escolares con una decoración diferente y el público los despide con un profuso aplauso que los hace sentir valorados.

Inexplicablemente, ahora el reloj marcha presuroso y en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos sobre las tablas. Un grupo se ha vestido de blanco de la cabeza a los pies –literalmente-, hasta las manos y las caras han sido cubiertas con crema y talco, para que la luz negra los convierta en verdaderas estatuas vivientes. Ellos formarán un cuadro en el que niños sentados en el piso escuchan atentos el relato del propio Sarmiento, ubicado en un imponente sillón en un nivel más elevado. Los acordes de un tema musical comienzan a sonar y es entonces cuando aparecemos el resto de los integrantes, con atuendo negro y en cada mano una esclava de color fluorescente. El esquema, previamente ensayado incansablemente, sale a la perfección. La audiencia nos aplaude de pie, eyectados de sus asientos por la exaltación. Nosotros nos sentimos el centro del Universo y al mirar a nuestras maestras alcanzamos a distinguir lágrimas que ruedan por sus mejillas.

Atesoro los mejores recuerdos de mis maestras de Primaria, pero ese día permanece en mi memoria como el mejor ejemplo de lo que se puede lograr en la educación cuando existe verdadera vocación docente. Haber sido testigo del esfuerzo y la dedicación vertidos por esas maestras para que todo saliera bien, el compromiso asumido para que pudiéramos lucirnos con nuestra actuación y la emoción que las embargó al recibir el reconocimiento de los padres, caló muy hondo en mí y en más de una oportunidad me ha servido de inspiración para llevar adelante mis tareas con similar esmero. Cuarenta años después quisiera tener la oportunidad de encontrarme con mi maestra de 4to grado para decirle “¡Gracias!”. 


Viaje educativo por la Capital Federal

Por Alan Moreno
 

-Tincho, ¿conocés Buenos Aires?

-Sí, ya fui varias veces, es muy linda ciudad.

-¿Y vos Facu?

-También, fui 2 veces a ver un partido de Independiente.

-Está bien, para mí va a ser la primera vez.
 
Algunos de estos diálogos se podían escuchar cuando corría el miércoles 31 de agosto del año 2013 en Bahía Blanca, en una noche fría, nublada, pero bastante agradable para estar al aire libre. Junto con mis compañeros de curso, nos encontrábamos en la entrada del colegio Victoria Ocampo, aguardando que el reloj marcase las 22 para iniciar el viaje con destino a la Capital Federal. Cada uno con sus bolsos, charlando acerca de qué podía llegar a suceder en esta excursión, que no dudamos ni en un segundo en aceptar cuando la directora del colegio nos la propuso realizar. Algunos nerviosos, otros tranquilos, queriendo que comenzara de una vez por todas. Pero claro, siempre hay alguno que se demora un poco más de la cuenta. Una vez arriba del micro, continuaron las charlas y los diálogos entre los compañeros, entre mates y galletitas, risas y anécdotas. Como siempre nunca falta el impaciente que pregunta “¿Ya llegamos?” o “¿Cuánto falta?”. Para el agrado de éstos, arribamos el jueves por la mañana, alrededor de las 9 e iniciamos el recorrido, junto con los profesores de Historia y Artística, quienes eran los designados de vivir esta experiencia con nosotros.

Lugares como la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, el recientemente remodelado Teatro Colón, junto con el Museo de Bellas Artes, pudimos visitar a lo largo de todo el día, para finalizar con el gran Shopping Abasto. Ya en el viernes, luego de pasar la noche en el hotel Salles, recorrimos el barrio de la Boca, la Biblioteca Nacional de la República Argentina y el Museo del Bicentenario, entre otros. Este último fue especialmente creado por los 200 años de historia de nuestro país. Todos estábamos disfrutando de estos lugares que visitábamos por primera vez y, al mismo tiempo, siempre hay charlas y comentarios acerca de lo que se vive por esos momentos. Ya en la noche del viernes, fuimos a al Shopping Dot para pasar los últimos minutos por la ciudad y luego emprender el viaje hacia Bahía, arribando el sábado temprano por la mañana.

Cuando en unos años, se realicen las famosas reuniones de egresados en las que te volvés a encontrar con tus compañeros del secundario, seguramente la promoción 2013 del Victoria Ocampo recordaremos esta linda experiencia en la que convivimos y compartimos todos juntos un viaje educativo por la Capital Federal.



Los paseos felices 

Por Mauro Colgenio

Ansioso por la llegada del fin de semana, el pequeño transita los días con la clásica rutina, levantarse temprano para el desayuno con mamá y papá, sentarse a hacer los deberes pendientes para la escuela, poner la mesa para el almuerzo improvisado y rápido, pero no por eso menos rico y sabroso, cambiarse presurosamente e ir a la escuela, donde Moni dejaba por un rato el rol de madre para ser la señorita de algún curso de los compañeros de su hijo.

Minutos pasando la hora de salida, nos esperaba papá en el auto para regresar al hogar, no sin antes hacer una visita al quiosco de Miguel, para comprar los paquetes de figuritas con la esperanza de encontrar aquella “figu” tan complicada y lograr la hazaña de completar el álbum.

Contento y entusiasmado, madruga el sábado, sabiendo que ese día será diferente, más distendido y relajado, aprovechando el tiempo para jugar con las mascotas de la casa, corriendo por el patio, tanto de su casa como cruzando el pasillo que comunica a la casa de sus abuelos. Ellos encantados de mimar y malcriar a su nieto más pequeño, planificando la comida y el paseo tanto del sábado como del domingo. Telma se encarga de comprar todos los elementos para que esas comidas sean siempre perfectas y desde temprano comienza a cocinar.

- No te comas todo el puré que no queda para los ñoquis-, le decía. Aunque siempre calculaba de más, sabiendo que se sentaría de rodillas ese curioso nieto a ver cómo preparaba el almuerzo.

Por su parte, Don Diego ajustaba todas las partes de la bicicleta para llevarlo a pasear en la sillita al hermoso Parque Illia, para ver a las inferiores de fútbol del Club Atlético Libertad, esperanzado de que algún día cuando creciera llegara ser una gran esperanza del club. Durante la visita siempre limitaba la ingesta de golosinas:

- Poquitos caramelos que después no comes la comida de la abuela y ella se enoja conmigo.


Los domingos eran los más concurridos con la visita de los primos y tíos, que a veces venían a casa y otras era a la inversa, donde nosotros nos trasladábamos a la suya. Largas y divertidas transcurrían las tardes, aprovechando la grata compañía de la numerosa familia, con una sola preocupación: que al día siguiente comenzaría nuevamente la rutina. 




Entre el puente y la vía
Por Susana Rubio

Los años '50 tenían la particularidad de separar un tramo de la calle Lavalle, entre el puente y la vía.

El primero, con su gris estructura, franqueaba el ingreso a Bella Vista, un barrio peligroso entonces, donde “los gallegos” eran dueños y señores. La barrera, encerraba el lugar a las 21, cuando quedaba baja, y los vecinos nunca supieron o preguntaron por qué, impidiendo el paso a cualquier vehículo, incluidas las ambulancias y patrulleros.

Paralelo a la calle, en la manzana de atrás, el irónico nombre de “Palihue Chico”, ubicaba un asentamiento chileno, bajo el lúgubre puente negro. Dos cortadas, Catriel y Calfucurá, terminaban en ninguna parte.

Lo mejor del lugar era “la bajada del arroyo”, por el único potrero que cobijaba los juegos infantiles:

-Uno, dos… ¡cincuenta! ¡Punto y coma, el que no se escondió se embroma! ¡Salgo y salí! gritaba el “Chiquito” Ugarnes, escudriñando entre las sombras de la “escondida”, amparada por el atardecer de la Bahía.

-¡No vale, no vale! – rezongaba “la Susanita” Pavón, saliendo enfurruñada desde los tamariscos cómplices.

-Mejor jugamos al vigilante y ladrón – decía Juancito Rastelli, viendo venir la discusión.

La otra atracción, bajo la pálida luz del farol, era la inmensa vereda de la casa de un abuelo vasco y alegre, que compartían los campeonatos de “payanas”, la muda rayuela dibujada con tiza, el infaltable “huevo podrido”:

- ¡El patrón de la vereda, el patrón de la vereda! – resonaban los gritos de los atrevidos que intentaban pasar de un lado a otro, perseguidos por “la Raquel”, a la que le tocaba ser la guardiana del espacio en ese momento.

Hoy ya no existen las bodegas, reemplazadas por un coqueto y enorme gimnasio, una empresa telefónica y alguno que otro negocio, sobreviviente de aquella época.

Aunque a veces, al pasar, se escucha el repiqueteo de las risas, los pasos apresurados por esconderse…

Aunque a veces, murmure el arroyo entubado, y la vía no prohíba más el paso…


Los cumpleaños de antes no tenían castillos  
Por Yanina Serrano

Los cumpleaños que recuerdo, los de mi infancia, eran siempre muy alegres, con la risa colmando cada rincón del festejo.

Como todo en aquella época, cualquier evento relevante solía hacerse en la casa, la cual se vestía de fiesta para tal conmemoración; las guirnaldas de papel con figuras animadas cubrían de extremo a extremo cada pared del hogar y los globos eran el preciado botín, souvenirs al retirarse.

La torta era la gran protagonista, la vedette de la jornada, se la bañaba azucarado glasé o blanca crema chantilly, que únicamente podía ser remplazada con crocantes y chillonas granas de colores, decoraciones más simples típicas de aquellos años; el ratón americano todavía no asomaba por estas pampas.

El chocolate caliente siempre era servido al cortar la torta y podía ser reemplazado por burbujeante gaseosa, que venía en botellas de grueso vidrio.

Los patios se colmaban de chicos corriendo y los juegos populares eran "la mancha" o "la escondida".

Los invitados eran los vecinos de la cuadra, los del barrio, que solían pasearse de casa en casa a la hora de la merienda y su elegante vestimenta delataba que se dirigían a un evento especial.

No existían todavía las afamadas y populares casitas de fiestas, ni los despampanantes inflables, muestra real que los tiempos han cambiado, sólo el inefable ¡Qué los cumplas Feliz! ha logrado vencer el tiempo.




Extremadamente feliz
Por Virginia Mansilla

Si el día amanecía soleado el tío Alberto gritaba: “Vamos piojo, arriba que en un rato zarpamos”.

Eso significaba que debajo de la ropa no podía faltar el traje de baño.

La mochila casi no cerraba, pero todo era necesario para un día de playa; el gorro, el toallón, el rayito de sol, la lona, y los juegos para cuando el brillante astro estuviera bien arriba, las cartas y los dados.

- No te olvides los tejos! -decía la tía Esther.

- Ya los busqué, sino el tío me mata!- entre risas le contestaba.

Era su juego favorito, jamás se cansaba de él, a veces sí, pero yo no me daba cuenta, él sólo se paraba en la orilla del imponente mar y proponía un chapuzón. Nunca le dije que no.

A la salida nos esperaba la tía con los toallones preparados. Y esos suculentos sándwiches para recuperar la energía, que esas traviesas olas nos había hecho perder.

Infaltables partidos de pelota-paleta con los vecinos de sombrilla. Y los esperados encuentros de tejo. Siempre ganaba el tío. No siempre, a veces me daba la victoria, y yo ingenua terminaba la tarde triunfante.

Luego las caminatas por la playa mientras se ponía el sol, con una linda anécdota en su memoria; la tía las hacía más amenas.

Ya oscurecía y llegaba la hora de regresar al camping. Después de un día agotador pero inolvidable, lo que uno menos quería era acarrear con todo lo que alegremente había llevado. Todo era necesario hasta que teníamos que volver. Las reposeras pesaban toneladas. Con muy pocas fuerzas llegábamos a destino.

-Hora del baño!!! -decía la tía, y me entregaba otra mochila. Con los cachetes colorados y el pelo cubierto de sal, una larga fila de espera me separaba de esa relajante ducha. Desde allí los veía, juntos, preparando alguna exquisitez que muy pronto degustaría.

Así fueron muchos días, ninguno igual a otro. Ninguno olvidaré, a todos los recordaré.



Bailando por un sueño
Por Iara Fortunato

Cuando somos pequeños, no podemos controlar muchas cosas: el hambre, el miedo, la ansiedad, la impaciencia, el sueño, la ambición. En mi infancia, hubo un momento en el que todas esas cosas que se escapaban de aquello que pudiese manejar, se presentaban de repente en una jornada: las competencias de danza.

Una vez que uno pasa por algunas competencias, ya conoce lo que le espera apenas la profesora dice “Vamos a preparar las coreografías para presentar en la competencia”. Lo realmente perturbador es pasar por la primera.

La previa, los preparativos, los ensayos exhaustivos, llegar a tiempo con el vestuario, es tan caótico como el día de mostrar todo eso que nos aturdió la cabeza. Pero, como dice el dicho, “sarna con gusto, no pica”. Y nosotras, que amamos la danza, nos esforzábamos porque todo saliera perfecto. Pasar por la primera competencia, como decía, es lo más duro. Aunque, incluso teniendo años de experiencia, algunas cosas nunca cambian.

No recuerdo precisamente la fecha, pero seguramente fue algún día del invierno de 2006. Nos habíamos acostado tarde, pero no tanto como mi mamá, que había dejado el traje mío y el de mi hermana planchados de manera impecable para que estuvieran listos al día siguiente. Amanecimos temprano, nos bañamos, nos pusimos el uniforme naranja y negro que nos identificaba con la Academia Bahía Danza, y minutos más tarde comenzaríamos con el ritual del rodete y el maquillaje.

El rodete era algo insufrible. Nosotras, nunca muchachas de pocos cabellos, teníamos en nuestras cabezas largas fibras tensadas con bastante fuerza que luego se enroscarían entre sí mediante maniobras espectaculares de quien, además de vestuarista, secretaria y consejera, también tuvo que oficiar de peluquera. Al finalizar, entre gel para el cabello y muchos paquetes de hebillas, el resultado era un mazacote redondo y pesado que generaría problemas al buscar la postura que la danza exigía. Después de esto, nada era imposible de superar. Ni siquiera el retoque facial.

La frase de mamá parece retumbar en mis oídos: “Cuando sean grandes no van a hacer escándalo”. Y es que a nuestros 10 y 11 años, la máscara de pestañas nos hacía llorar cuando se nos metía en los ojos y el rubor nos daba alergia. Sacrificios que suenan simples, pero que han costado muchas lágrimas y varios rezongos por parte de la progenitora.

Llegado el mediodía, los nervios nos llegaban a todas. Abuela, madre, hermana y yo corríamos desesperadas por la casa para comprobar que no faltara nada: zapatos, zapatillas, maquillaje de emergencia, gel, el vestuario para cada coreografía, alfileres de gancho por si acaso, espejos, perchas, bolsas, y la comida. Esto último, requisito infaltable. Pasaríamos más de ocho horas en una cancha de básquet, sin respiro, ni posibilidad de decir: “tengo hambre, ¿me esperan que almuerzo y vuelvo?".

Cuando todo estuvo listo, o más o menos listo, había que esperar al taxi. Si llegábamos tarde, teníamos a quién echarle la culpa. Igual, siempre llegábamos tarde, a donde fuera.

Al llegar a la cancha, todo era un caos. ¿A dónde vamos? ¿Por dónde entramos? ¿Dónde está nuestro grupo? ¿Por qué no conozco a nadie? Era un sentimiento compartido no sólo con nuestra academia, sino con todas las que participaban.

Recuerdo haber sufrido mucho la mirada de quienes, se notaba, tenían experiencia en esto. Recuerdo haber corrido para todos lados, buscando un alma que me supiera guiar. Todo era nuevo, y las ganas de superar el pánico y mis ansias de ser la mejor me impedían pensar con claridad.

La gente que se disponía en las escalinatas, que eran familiares, amigos y allegados de los bailarines, no sabía para nada que detrás de las deslumbrantes actuaciones había mucha incertidumbre. En los camarines, era común perder alguna prenda del vestuario, o romper un vestido al ponérselo con furia para llegar a tiempo. “¿Alguien vio una bolsa que dice ‘Maca’?”, “Préstenme un labial que me dejé el mío en casa”, o “¿Qué grupo va después?” eran frases repetidas. Alguna que otra madre irrumpía para sacarle fotos a su hija, sin saber que aún faltaban muchas cosas por hacer y no era mucho el tiempo para salir a escena.

Se rumoreaba, también, las caras de los jurados que evaluaban, y las coreografías de la competencia. Los chusmeríos estaban a la orden del día y siempre se filtraban por las conversaciones.

Al final del día, llegado el momento de la entrega de medallas y trofeos, no importaba más si se nos había caído la flor que llevábamos al costado derecho de la cabeza, ni si el paso del estribillo había salido descoordinado. Queríamos ganar, y si bien alguna medalla había vuelto a nuestras casas, ningún premio iba a reconocer la felicidad de compartir una experiencia que, pese a ser agotadora, nos ponía a trabajar en equipo. Para poder cumplir nuestro sueño, y profesionalizarnos en nuestra pasión. Y lo habíamos logrado. Eso, ningún reconocimiento revestido en bronce, plata u oro lo puede plasmar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario